
La voluntad de los muertos
Para celebrar el lanzamiento de Ruined King para PS5 y Xbox Series S|X, nos gustaría compartir una historia que va más allá de lo narrado en el juego y sigue ciertos hilos argumentales que no tuvimos tiempo de desarrollar en Ruined King. Esperamos que disfrutéis de la lectura y os agradecemos mucho todo vuestro apoyo.
Mucho antes de convertirse en Portadora de la Verdad para su pueblo, Illaoi era sacerdotisa y acólita en el templo buhru de la costa. Todas las mañanas, se acercaba a la orilla del mar para hacer ejercicio bajo la luz del sol. Intentaba concentrarse en los principios que sus maestras le habían inculcado: disciplina, movimiento y fuerza.
Una mañana, se encontraba sola en la playa cuando el mar bajó, mucho más que cuando bajaba la marea. Los centinelas de las torres de invocadores de serpientes comenzaron a tañer las campanas de alarma y señalar el horizonte.
Sobre la playa se cernía una ola gigantesca, con una fuerza capaz de hacer estallar los huesos y desgarrar a los bañistas.
Poco después de que las alarmas dejaran de sonar, el miedo se apoderó de la mente de Illaoi. Las lecciones de sus maestras la abandonaron todas a la vez. "¿Tengo tiempo suficiente para huir o debería quedarme aquí sin más?", se preguntó.
Echó un vistazo a la ola y luego a la orilla. A sus pies vio un grupo de cangrejos rosas. La ola se había llevado el agua y los cangrejos se habían quedado totalmente petrificados sobre las rocas mojadas, paralizados por la luz del sol, la sorpresa y la indecisión.
Criaturas tan pequeñas, incapaces de comprender el miedo que les recorre. Un cangrejo no podía hacer gran cosa para evitar una ola así.
Pero Illaoi sí que podía. Se obligó a pasar a la acción y salió corriendo hacia las puertas del templo, justo antes de que las sacerdotisas cerraran las puertas a cal y canto. Mientras se subía al parapeto del templo y veía la ola estallar contra la orilla, Illaoi no podía dejar de pensar en cómo el miedo la había paralizado.
"Podría haber muerto". Era lo más cerca que había estado de la muerte en dieciséis años.
—No volverá a pasar —les dijo a sus maestras. Nagakabouros, la Madre Serpiente, amaba a aquellas que crecían e iban cambiando. No le tenía aprecio alguno a quienes continuaban impasibles al paso de la ola y seguían como si nada.
Últimamente, había algo en las calles de Aguas Estancadas que le recordaba a esos cangrejos asustados.
Ya habían dado las doce del mediodía. El sol brillaba con fuerza en el cielo. Normalmente, las calles habrían estado repletas de marineros celebrando el permiso para bajar a tierra o de cazadores de monstruos marinos gastándose sus ganancias. Sin embargo, aquel día las calles estaban repletas de gente preocupada por sus negocios, con la cabeza gacha y en silencio.
Aguas Estancadas estaba al borde de una guerra civil, aunque por una historia que no hacía más que repetirse. Sarah Fortune y Gangplank volvían a enfrentarse por lo mismo por lo que ya lo habían hecho anteriormente. La misma guerra que repetirían cientos de veces si pudieran. Gangplank quería recuperar su trono, mientras que Sarah lo único que quería era verlo bajo tierra. La ciudad apestaba a las aguas estancadas de sus corazones. Cada uno creía que la victoria le otorgaría aquello que había perdido. Puede que respeto, puede que justicia por los que llevan eones muertos o, tal vez, algo con lo que aliviar el dolor de la derrota y el fracaso.
"Sería mucho más fácil si los dos me importasen un pimiento", pensó Illaoi. Pero Sarah era su mejor amiga y Gangplank, su antiguo amante. Nunca antes dos personas se habían dejado arrastrar tanto por su pasado como para tirar por tierra todo su potencial.
Illaoi miró el cofre que llevaba bajo el brazo. "Y esto también es tu culpa", musitó.
El cofre le gritó de vuelta.
Unos gritos silenciosos, lo suficientemente sutiles como para tener que escuchar atentamente para oír algo. Pero, cada vez que Illaoi se centraba en ellos, por su mente comenzaba a pulular una presencia de lo más odiosa.
El ser que ocupaba el interior del cofre, el aullador que le soltaba improperios horribles a Illaoi día y noche: él era el culpable de todo.
Fue él quien instauró la sombra en el alma de Sarah.
Y, entonces, a la vuelta de la esquina, apareció parte de la tripulación de Sarah con alfanjes y pistolas colgados de los cinturones, y puños adornados con latón. Estaban salpicados de sangre, sudor y pólvora. Había sido un combate de lo más duro.
Y, entre ellos, también estaba Sarah Fortune, como no podía ser de otra forma. Parecía agotada. Tenía la manga derecha de la fastuosa capa de capitana manchada de sangre. Tenía los hombros encorvados y el sombrero un poco chafado, como si le hubiese caído un chaparrón encima.
—¡Oye, Illaoi! —la llamó, con la voz clara y directa—. Acabemos con esto.
—¿Estás bien? —le preguntó Illaoi—. Qué aspecto más deplorable llevas.
—Llevo una semana persiguiendo a Gangplank —le explicó Sarah mirando el cofre quejumbroso—. Y, encima, esa cosa horrible también está en la isla. Venga, vamos a acabar con esto de una vez.
Entraron en una tienda de contrabando de artefactos que había cerca. Mientras la tripulación de Sarah hacía guardia en la puerta pistolas en mano, Illaoi encabezaba el paso hacia el interior.
El anteojo que tenía el propietario brilló al verlas entrar.
—¡Illaoi! —exclamó—. ¡Cuánto tiempo!
Jorden Irux era un tipo larguirucho con las rodillas y los codos mirando cada uno para una dirección. También era el único contrabandista de artefactos de la ciudad, de ascendencia paylangi y también buhru. Illaoi solía ir a buscarlo para que la ayudase a identificar las reliquias que no conocía.
—Tengo un rompecabezas para ti, Jorden —le dijo Illaoi dejando el cofre en el mostrador con un golpetazo.
Bueno, tienes dos en realidad —dijo el hombre observando a Sarah—. ¡La mismísima capitana Miss Fortune en mi tienda!
—No te pongas en ese plan —gruñó Sarah—. Venga, vamos al lío.
En el momento en que la llave de Illaoi abrió la cerradura del cofre, Sarah se sobrecogió. Un pequeño halo de luz dio lugar a un resplandor de color verde azulado sobre la pared.
En el interior del cofre había un amuleto con tres piedras curvas, grabadas al más puro estilo buhru y unidas con un alambre muy fino. Resplandecían intensamente con la luz de un alma atrapada.
—Qué horror —dijo Jorden, que también podía oír los gritos—. Por la diosa. ¿No será...?
Illaoi asintió.
—Viego de Camavor.
Solo había pasado una semana desde que la furiosa sombra de un antiguo rey intentase convertir Aguas Estancadas en un cráter humeante. Ahora, toda la ciudad conocía su nombre y maldecía su recuerdo. Si conseguía salir del amuleto, volvería a las andadas.
—No es más que una solución temporal —dijo Sarah dejando escapar una risa breve pero amarga—. No sabíamos cómo acabar con él para siempre. Quién sabe qué hará si consigue salir de ahí.
Illaoi asintió.
—Nuestros historiadores dicen que las piedras están hechas de ámbar de serpiente, pero... no sabemos si, al romperlas, el espíritu morirá o quedará liberado.
—¿Son lágrimas de la diosa? Bueno, no me sorprende —afirmó Jorden haciendo uso del término buhru para el ámbar de serpiente—.
Es un material tan poco común que solo un idiota intentaría destrozarlo —explicó mientras se acercaba, ajustándose la lente de aumento—. Esto es obra de un artesano buhru. El estilo de nuestro pueblo es inconfundible, pero aquí detrás hay una marca... ¿De dónde lo habéis sacado?
Illaoi se echó a reír.
—Pues de las Islas de la Sombra. Nuestro pueblo estudiaba allí con los eruditos, antes de que las islas sufriesen la transformación. Si Viego escapa, también intentará convertir Aguas Estancadas en un perturbador cementerio.
—Deja que busque una cosa —dijo Jorden antes de bajarse del taburete y correr a la trastienda.
A continuación, se hizo un breve silencio... y Sarah se volvió hacia Illaoi.
—Ya sé lo que me vas a decir —afirmó con determinación—, así que ahórratelo.
—No iba a decir nada —Tras su última pelea, no tenía sentido insistirle a Sarah con una verdad que se negaba a escuchar—. No pensaba hablar de tu fútil caza a Gangplank ni de lo que eso ha supuesto para la ciudad. En realidad, pretendía que nos quedásemos en silencio incómodas.
Sarah frunció el ceño.
—Llevo una semana horrible. No lo empeores.
Se quedaron calladas hasta que Jorden volvió de repente a la habitación. Traía consigo un pergamino repleto de símbolos que Illaoi no reconocía. Y también había un dibujo de... ¿una torre?
—Mirad —dijo Jorden señalando el mismo símbolo de la parte trasera del amuleto—. Es la marca de sus creadores, los Frailes del Crepúsculo.
—Qué pena —dijo Sarah—. No me suenan.
—Eran una orden religiosa de las Islas Bendecidas. Murieron hace ya mucho.
—Mierda —dijo Sarah moviendo la cabeza—. Entonces estamos en un callejón sin salida.
Jorden cayó en la cuenta de algo.
—Un momento, se me había olvidado. Sí que hay un ermitaño demente que afirma ser el representante de la orden. Pero... ya sabes cómo es la gente que pasa demasiado tiempo por allí.
Los espíritus retorcidos del alegre pueblo que otrora habitaba en las Islas Bendecidas no eran precisamente buenos vecinos. Tras miles de años deambulando bajo la sombra de la Niebla Negra, se habían convertido en bestias —espectros, fantasmas y caminantes de la niebla—, reflejos terribles de la debilidad mortal. Toda persona viviente que decidiese vivir junto a dichas sombras debía gozar de una fuerza sin igual, además de ser alguien realmente extraño. Algunos humanos que habían decidido asentarse en las Islas veneraban la muerte y la enfermedad. Y, por algún motivo, también las arañas.
Pero Illaoi todavía no se había topado con un habitante de las Islas de la Sombra al que no pudiese aplastar, como si de una estrella de mar bajo el ídolo de su diosa se tratase.
—No me da ningún miedo. Hace no mucho, acabamos con Thresh, el ser más monstruoso de las Islas de la Sombra. En comparación, hablar con este ermitaño será pan comido. Igual sabe algo del amuleto.
Le pagaron a Jorden y salieron de la tienda.
—No esperaba que tuvieses que volver a las Islas de la Sombra por esto —musitó Sarah pesarosa.
Illaoi asintió. Antes de atrapar a Viego en el amuleto, lo siguieron y lucharon contra él en las Islas de la Sombra. Hacer noche entre ruinas y compartir comida alrededor de una hoguera era estupendo con amigos... pero volver sola y tan pronto sería, sin lugar a duda, una aventura de lo más melancólica.
—Necesitarás un barco. Y hay un capitán que me debe un favor, Matteo Ruven. Conoce las rutas más seguras para llegar hasta las Islas de la Sombra, pero no le cuentes lo del amuleto.
—En esta ciudad no podemos confiar en mucha gente —contestó Illaoi.
De repente, Sarah se puso roja de furia y levantó la ceja.
"Ah, ya he metido la pata", se da cuenta Illaoi. "No confía en mí porque no me tiene a su lado luchando en su guerra sin sentido contra Gangplank".
—Sé que sigues enfadada conmigo —le dijo Illaoi buscando una nueva forma de hacer que Sarah entendiera aquello que se negaba a escuchar—. Pero mi amistad conlleva retos... y cambios.
—Oigo todo lo que dice el rey dentro del amuleto —espetó Sarah—. ¿No te lo había dicho? Noche y día, en todo momento. Habla de... mi madre —A Sarah se le quebró la voz y la tristeza se abrió paso en su rostro—. Oigo los susurros del maldito cofre desde el otro lado de la ciudad.
"Pobre, menuda carga".
Illaoi abrazó a su amiga. La necesidad de hacerlo la invadió y lo hizo sin preocuparse por lo que pudiese pensar Sarah.
Al principio, Sarah se contuvo, pero después le devolvió el abrazo, con lo que se saltaron las lágrimas.
—Ugh —suspiró—. Está bien.
—Eres mucho más que todo esto —le aseguró Illaoi—. Deberías aspirar a cosas mejores.
Y lo creía. Lo creía como nunca jamás había creído ninguna otra cosa, pero daba igual las veces que se lo dijera, que Sarah no lo comprendía.
—¿Que debería aspirar a cosas mejores? —preguntó Sarah restregándose la mano por el ojo húmedo—. Pues díselo a Gangplank.
El capitán Ruven le debía deber una buena a Sarah, porque se apresuró a preparar su barco, la Rata Adiestrada, para partir al día siguiente.
Cuando Illaoi llegó, la nave estaba repleta de marineros que iban de un lado a otro para asegurarse de que no hubiera problemas al navegar. Ruven gritaba órdenes desde la cubierta de mando. Era mayor y delgaducho, de codos prominentes y su pelo, de color pelirrojo, estaba encrespado y despeinado por el viento.
"Podría partirlo en dos", pensó Illaoi. Básicamente, dividía a las personas en dos grupos: aquellos a quienes podía partir en dos y aquellos a los que no. Así el mundo le resultaba un lugar más sencillo.
La saludó y le hizo señas para que subiese a la cubierta de mando.
—Yo te conozco —le dijo—, eres la reina buhru.
—Para nada —le contestó Illaoi—, soy la Portadora de la Verdad, una sacerdotisa.
"Puf, este me va a dar la lata a base de bien", pensó.
—Vale —dijo Ruven, encogiéndose de hombros—. El barco está hecho un asco, pero es lo que hay con solo doce horas de antelación —le soltó Ruven lanzándole una mueca en forma de sonrisa y extendiéndole la mano—. Tienes un camarote para ti abajo.
—¿Partiremos hoy? —preguntó Illaoi.
—Más nos vale. De lo contrario, pasaré a ser uno de los ejecutados por Sarah Fortune en el muelle.
Los pasillos del barco estaban tan hacinados que Illaoi apenas podía meter su ídolo por las escaleras que llevaban a la cubierta inferior. El enorme orbe de metal templado en el mar era aún más grande que los brazos musculados de Illaoi. Ahí abajo, el techo era demasiado bajo como para poder cargarlo cómodamente sobre la espalda, y los pasillos, demasiado estrechos como para llevarlo de lado. Tuvo que ponérselo sobre la cadera y andar de lado esquivando los cañones.
—Disculpadme —musitó Illaoi mientras atravesaba apretujada a un grupo de marineros con trapos de limpieza y cubos. Mientras pasaba, los oyó maldecirla. Los marineros, al menos según la experiencia de Illaoi, se apuntaban a todo; eran su tipo favorito de paylangi. Sin embargo, esta tripulación era deprimente. El barco estaba cargado de miedo y acompañado del hedor a sal marina y las cuerdas pútridas, que lo invadían todo.
"El temperamento hosco de Aguas Estancadas también está muy presente aquí".
Cuando el barco levó el ancla y viró para encarar el viento, Illaoi se abrió paso hasta la ventosa cubierta de mando para hablar de nuevo con Ruven. El relieve abrupto de la ciudad pronto quedó oculto a causa de las olas y las bandadas de pájaros.
—Dejo Aguas Estancadas atrás, y con ella, todos mis problemas —dijo Ruven entre risas.
—¿Acaso Aguas Estancadas te provoca mayor pavor que las Islas de la Sombra? —El simple hecho de pensarlo hizo que Illaoi esbozase una sonrisa—. El ambiente no es precisamente bueno, lo reconozco, pero las Islas de la Sombra son aún peor.
—Mira, ninguno de los espíritus de la isla me la tienen jurada a mí personalmente —le dijo Ruven—; sin embargo, nuestra intrépida reina... Bueno, entre tú y yo: tengo suerte de seguir con vida.
Illaoi levantó una ceja.
—¿Qué hiciste?
Ruven tosió y dejó escapar una risa nerviosa.
—Bueno, estoy en deuda con ella. Llegamos a un acuerdo: yo te llevo hasta las Islas y te traigo de vuelta, y asunto zanjado.
Enviar a alguien a las Islas de la Sombra como pago por una deuda era bastante horrible. La probabilidad de que la persona acabase muriendo a manos de un espectro o a causa del veneno de alguna araña era demasiado alta.
—Pues le tienes que deber una buena.
—Sí, intenté volarla por los aires.
"¡¿Qué?!".
—Mira, no trabajaba para Gangplank —dijo Ruven frotándose la cara con las manos—. Es solo que estaba en contra de los nuevos impuestos a los botines. Hice unos nuevos amigos y... bueno, fue idea suya.
Esas no eran las palabras de un hombre que se había enfrentado a su destino con valor ni se había hecho responsable de sus actos. Parecía que Ruven se había visto arrastrado por los caprichos de otros.
—A la capitana Miss Fortune le dan igual tales excusas —le contestó Illaoi—. Últimamente se deshace de problemas como tú a punta de pistola.
—Sí —dijo cabizbajo—. La tripulación no está precisamente contenta. Perdimos un posible contrato por todo aquello. Así que me planté ante Fortune y le dije que era una persona útil, que me sacase provecho. Antiguamente, mi padre y yo éramos marineros a sueldo en las Islas de la Sombra. Conozco rutas que nadie más conoce.
—No hay libertad si dejas que otros te utilicen —espetó Illaoi.
—Bueno, ¡mejor eso a que me ejecuten! Mira, tú eres amiga de Fortune, ¿no? —preguntó—. Ser su enemigo es agotador. Puede que sea un tipo viejo y desgraciado, pero he aprendido algún truquillo que otro.
Illaoi lo miró de arriba abajo. "No me lo parece", pensó.
—El inmovilismo se ha apoderado de tu vida —le dijo—. La libertad que anhelas es imposible de conseguir sin movimiento. Necesitas consejo espiritual, no... cháchara.
—Bueno, me vale también —afirmó Ruven, riéndose.
Illaoi suspiró. Hasta las personas más estancadas albergaban profundas corrientes que removían su alma y la mantenían en constante cambio. Todo el mundo se merece la oportunidad de demostrar su valía.
Y ella lo tenía claro: si este hombre podía cambiar, entonces Sarah también.
—Igual podemos hablar —le dijo Illaoi—, si tenemos tiempo en la travesía.
A Ruven le encantaba hablar.
Le habló a Illaoi sobre su padre, marinero a sueldo, que deambulaba sin parar entre los pubs más frecuentados de Aguas Estancadas, en busca de trabajillos y de bebidas gratis a costa de los capitanes. No estuvo presente cuando su hijo más lo necesitaba, pero Ruven insistía en que estaba construyendo su propio legado con su ruta hasta las Islas de la Sombra.
—Ya lo verás cuando lleguemos. Es increíble; ¡la única ruta segura para acercarse al archipiélago! Jamás en mi vida he visto un espectro en la playa.
—¡Me sorprende! ¿Y cómo descubriste la ruta? ¿Te la enseñó tu padre?
—¡Qué va! —dijo Ruven entre risas—. Mi padre me daba los mapas, me metía en una barquita de poca monta y me obligaba a hacer la travesía a mí. Solo, rodeado de Niebla Negra, ¡mientras él estaba a salvo en el barco!
—Pues es una gran empresa —dijo Illaoi—. Un hombre capaz de abrirse paso hasta las Islas de la Sombra sin ayuda es capaz de dirigir su vida.
"Es como Sarah", pensó Illaoi. "Alberga grandeza en su interior, solo debe encontrarla".
En los últimos días de viaje, la luz del sol comenzaba a escasear. Cada tarde anochecía más temprano, y el sol se apagaba dejando en su lugar unos tenues tonos grisáceos. Se trataba de la Niebla Negra o, al menos, de su deshilachado perímetro. En el barco aumentó la vigilancia. La Niebla Negra podía convertir un viaje tranquilo y sosegado en una pesadilla repleta de toda clase de espectros.
Illaoi siempre conseguía más fieles entre los marineros que habían visitado las Islas de la Sombra. Cuando oían su sermón en contra del estancamiento, sabían de buena mano a lo que se refería. Playas de arena negra. Árboles podridos, retorcidos y sin hojas. Monumentos de una piedra negra, pringosa y húmeda debido a la espuma del océano, enterrados en cúmulos de marga ancestral.
En cuanto las fantasmales Islas de la Sombra se cernieron sobre el horizonte, Ruven empezó a hacer de forma pesada y repetitiva y a burlarse de los marineros por sus ceños fruncidos. El pueblo buhru llamaba "saltaolas" a la gente como él: personas que iban y venían tratando de no mojarse los pies con un movimiento temeroso y frívolo, dando pequeños pasos para evitar un gran salto.
Sin embargo, cuando las Islas de la Sombra estuvieron lo suficientemente cerca como para distinguir las torres derruidas sobre las colinas, Ruven pasó a la acción. Se metió en su camarote y volvió enseñando un montón de papeles con garabatos y diagramas. Cuando relevó al navegante al timón, parecía estar a punto de vomitar.
—Hora de demostrar mi valía —le dijo a Illaoi. Se volvió hacia la tripulación que controlaba la jarcia para gritarles—. ¡Reducid la velocidad!
El navío comenzó una extraña danza mientras se acercaba a la orilla. Ruven forcejeaba con el timón, dejando caer su escaso peso sobre él en cada giro brusco. La madera del barco crujía, y las puntas afiladas de las rocas pasaban a menos de un brazo de distancia del casco. Mientras tanto, Illaoi le echaba un ojo a los inescrutables papeles de Ruven. No cabía duda del motivo por el que Sarah lo había mantenido con vida: era incapaz de trasladar sus conocimientos al papel.
Llegaron a una pequeña ensenada rocosa. Las piedras hechas añicos la protegían del mar abierto, y los escarpados acantilados ocultaban el mástil y las velas del litoral. Un puerto seguro de lo más extraño... y, por suerte, no muy lejos del monasterio.
Ruven se dejó caer sobre el timón, exhausto.
—Y así es como me gano la vida —le dijo a Illaoi—. Dile a la capitana Miss Fortune lo impresionante que soy, ¿vale?
Unos veinte marineros, más de la mitad de la tripulación, tomaron tierra para la misión. El monasterio estaba a un par de horas a pie. Illaoi solo llevaba su ídolo, una cantimplora llena de agua y el cofre.
—Acercaos a mí —dijo a los marineros—. Mi diosa repele la Niebla Negra, por lo que la Niebla teme a su ídolo. Estaremos a salvo si avanzamos juntos.
Los marineros se colocaron detrás de Illaoi y Ruven para adentrarse en el bosque. El ídolo de Illaoi apartaba la Niebla, dejando ver la extraña arquitectura y vegetación a ambos lados de su camino. Todo estaba atrapado en la decadencia. Árboles disecados, con más años que las ciudadelas de la capital buhru, arañaban los rostros y los hombros de los marineros conforme avanzaban.
Pronto llegaron a las ruinas de una pequeña ciudad. Las murallas derrumbadas los obligaron a retorcerse para pasar a través de los arbustos. Aminoraron el paso, formando una fila única a través de la maleza para cruzar por lo que otrora debía ser un callejón.
Los arbustos y árboles secos parecían todos iguales.
—¿Sabéis acaso dónde vais? —preguntó alguien tras Illaoi.
Era un camarada pequeño y enjuto, con una barba desigual y algún que otro diente dorado. "Otro al que me cargaría sin problema".
—Sí —contestó Illaoi—. Si quieres, puedes seguir tu propio camino. Te lanzaré de lleno contra la Niebla Negra en la dirección que plazcas.
—¿Kristof? Cierra el pico —le espetó Ruven—. O irás de cabeza al calabozo en cuanto volvamos al barco.
Kristof estaba furioso.
—¡Igual deberíamos meterte a ti en el calabozo después de lo que le hiciste a la capitana Miss Fortune!
—Ya basta de tanta tontería —ordenó Illaoi, pero ahora todos los demás se habían unido a la discusión y sus levantadas voces resonaban por todo el bosque.
Illaoi sabía que eso atraería a los enemigos. Por detrás del vocerío, podía oír un suave crujido, como pasos a través de la marga.
Los matorrales situados junto al camino se chamuscaron de repente. Las ramas se rascaban entre sí con un sonido similar al de espadas atravesando hueso. Las zarzas con forma de garra tomaban forma de manos. Había una cara en cada uno de los arbustos y los árboles, marchitas como muertos que no han hallado paz.
La discusión se convirtió en gritos y, entonces, los matorrales se cerraron de golpe. El camino desapareció al instante, y los marineros echaron a correr, despavoridos. Vio a uno adentrarse en el bosque, pero una rama hizo que se diera de bruces contra el suelo. Los árboles se le echaron encima, ahogando su grito de pánico.
Illaoi también alcanzó a ver a Ruven corriendo, de espaldas a ella, a través de los árboles, e iba perdiendo papeles. "Cobarde", pensó Illaoi. Y, de repente, tenía a los espectros encima.
Los marineros que estaban más cerca de Illaoi lucharon contra ellos, pero sus espadas no servían para nada, ya que era como atravesar arbustos. Los espectros avanzaban en medio de una lluvia de golpes y apuñalaban a los marineros con sus miembros de madera astillados.
Cuando un espectro se abalanzó sobre ella, Illaoi blandió su ídolo con valentía. Asestó de lleno: el cuerpo del espectro comenzó a resonar, como si de un cubo vacío se tratase, y estalló haciéndose añicos. Cuando otro espectro vino a por ella, Illaoi lo golpeó con tanta fuerza que se rompió en dos, como si fuera una valla podrida.
"¡Qué satisfacción!".
Los avatares de la diosa se centraban en la fuerza física.
—¡Nagakabouros! —gritó Illaoi—. ¡Defiéndenos!
Levantó el ídolo en el aire y golpeó el barro con él. Los marineros se quedaron estupefactos, pero los espectros retrocedieron, repelidos por el gran resplandor verde que desprendía el ídolo.
Los paylangi siempre le preguntaban de dónde salían los tentáculos e Illaoi les decía que no importaba. La diosa era omnipresente y habitaba todo aquello en constante cambio. Podía ir adonde quisiera y adquirir la forma que se le antojase, ya que todo puede cambiar.
Por ejemplo, un espectro podía convertirse en muchísimos trozos de espectro.
Una muralla protectora de tentáculos emergió del suelo y comenzó a transformar los espectros en serrín. Illaoi también ayudó, y los árboles y arbustos se deshicieron. Las cabezas de madera retorcida rodaron por el barro. Tras esto, Illaoi consiguió ver a un espectro que se había lanzado a mucha altura en el aire, abierto de brazos y piernas; parecía un pájaro.
Cuando los espectros más cercanos se hubieron deshecho en jirones, Illaoi se colocó el ídolo sobre el hombro, y los tentáculos desaparecieron. Un silencio sepulcral reinaba ahora en el sendero. No había señales de los marineros que habían huido, ni siquiera gritos lejanos. Faltaban hasta aquellos que habían muerto. Seguramente se los habrían llevado o habrían quedado enterrados bajo las raíces.
—Recuperad el aliento —instó al grupo—. ¿Cuántos quedáis?
Solo quedaban siete y Kristof estaba entre ellos.
—¿No deberíamos ir en busca del capitán? —preguntó, aunque sin mucho entusiasmo—. No lograremos salir en barco de aquí sin Ruven.
Illaoi vio el montón de mapas de Ruven tirados por el suelo y empapados de barro. Los recogió y pescó el mapa que ella le había dado. Tras toda la porquería, aún se vislumbraba el camino hasta el monasterio.
En el barco, le había dado la sensación de que Ruven estaba dispuesto a cambiar, pero, al final, había vuelto a los brazos de la cobardía. Un alma estancada, arrastrada siempre por la marea de deseos ajenos. "Solo merecería la pena salvarle para aprovecharse de él, como ya hicieron Sarah y los demás", pensó Illaoi.
Y, si lo buscaba con los siete marineros heridos y exhaustos, seguro que morirían, y Kristof y sus compañeros no se merecían tal destino. "Aún pueden cambiar y crecer como individuos, mientras que los muertos, no", se recordó a sí misma.
Su decisión era obvia.
—Debemos continuar —anunció Illaoi—. Sigamos hacia el monasterio. Confiemos en la caridad del ermitaño que vive allí.
No pasó mucho tiempo hasta que el monasterio asomó entre la Niebla Negra. Parecía estar en buen estado, y la alta torre era idéntica a la que había grabada en el amuleto.
Conforme Illaoi se acercaba a la puerta, un hombre se interpuso en su camino. Se parecía tanto a una de las bestias de las Islas de la Sombra que casi lo golpea con su ídolo
.
—¡Para! ¡Que soy yo! —le graznó.
Durante un momento, el grupo se quedó observándolo, sin más. El cuerpo de Ruven estaban totalmente cubierto de barro, y la chaqueta, de sangre. Tenía ramitas enredadas en el pelo y parecía que le había pasado por encima un rebaño entero de cangrejos de roca gigantes.
Illaoi respiró aliviada... durante un segundo. Después, la frustración se apoderó de ella.
—Lo que has hecho ha sido vergonzoso —le espetó—. Has abandonado a tu tripulación.
Ruven parecía sorprendido.
—Y yo que pensaba que te alegrabas de verme.
—¡Jamás me alegraré de ver a un hombre que incumple su cometido! —le espetó Illaoi sin contenerse lo más mínimo—. Me dijiste que querías cambiar, y yo no he visto a un hombre dispuesto a cambiar hoy en el campo de batalla.
Ruven llevó la mirada a la tripulación, avergonzado, y Kristof saltó en busca de sangre.
—¿Cómo es que has sobrevivido a la Niebla Negra?
Una mueca con forma de sonrisa quebraba el barro que Ruven tenía en las mejillas.
—Yo, eh...
—Illaoi dijo que moriríamos si nos íbamos por nuestra cuenta.
La expresión de Ruven se oscureció.
—Si tanto os interesa, que sepáis que me he traído mi propia protección. Todo ha ido bien.
Illaoi estaba indignada. Contaba con una protección que no había compartido con los demás. ¿Se trataba de alguna especie de artefacto?
—Ya hablaremos de esta deshonra en otro momento —dijo Illaoi—. Ahora tenemos que entrar.
Se dio la vuelta y dio unos golpes a la enorme puerta de madera. El sonido retumbó en un espacio abierto que había tras ella. Después, desde lo alto, alguien se aclaró la garganta.
—¿Quién anda ahí?
Illaoi vio una figura de hombros anchos con capucha apoyada sobre el parapeto.
—Soy Illaoi, la Portadora de la Verdad de los buhru —Se presentó Illaoi—. Busco al ermitaño que representa a los Frailes del Crepúsculo. ¿Podríamos refugiarnos aquí?
El hombre se quedó callado durante un instante.
—Está bien, os dejaré pasar —dijo con voz profunda—, pero no le pongáis ni un dedo encima a las criaturas de aquí.
—¿Criaturas? —susurró uno de los marineros.
Las puertas comenzaron a abrirse lentamente. Cada una de ellas era el doble de alta que Illaoi y pesaba una barbaridad. Cuando ya se podía entrever en su interior, Illaoi reparó en quiénes empujaban la puerta para abrirla: caminantes de la niebla.
Eran espíritus con forma de hombres y mujeres encorvados, con unos brazos larguísimos que llevaban arrastrando y bocas sueltas repletas de colmillos. Pero, al contrario que otros caminantes que había visto antes, estos se movían en diligente silencio y abrían la puerta como obedientes lacayos.
Illaoi retrocedió, impactada, pero los caminantes de la niebla no se abalanzaron sobre ella. Tras la Portadora, los marineros echaron mano de sus armas.
El hombre del parapeto se asomó.
—¿Os asustan? —les preguntó—. Son mis acompañantes.
Illaoi nunca había visto a nadie igual. Llevaba una sotana, como los sacerdotes, pero tenía un cuerpo fornido y la espalda ancha de tanto trabajar. "No es alguien a quien podría partir en dos", pensó Illaoi. En una mano, llevaba una pala pesada, de un metal oscuro, irregular y manchado de tierra, como si acabase de desenterrar a aquellas bestias de sus tumbas.
Illaoi se dio cuenta de que su sotana no tenía mangas. Ese tono azulado... era su piel.
—¿Tú también eres un caminante de la niebla?
Illaoi ya se había aliado con caminantes de la niebla antes, aunque no le hacía mucha gracia. Las criaturas atrapadas en el estancamiento de la muerte a menudo hacían sufrir a los vivos, y eran una afrenta impía al carácter sagrado de la vida.
El hombre sonrió.
—¿Me estás preguntando si estoy vivo?
—Bueno, en estas islas, ¡es una pregunta de lo más normal!
—Y también bastante íntima —Se encogió de hombros pensativo—. Soy... un guarda. Venga, entrad.
El patio estaba repleto de caminantes de la niebla que transportaban restos de madera y rocas. Trepaban entre hileras de lápidas ignorando a los recién llegados. Aunque llevaban la boca colgando abierta y les faltaban ojos, parecían estar centrados en una extraña misión.
—Esto es una locura —susurró Ruven—. Tiene un ejército.
—Él también tiene una protección de algún tipo —dijo Illaoi—. Fijaos, la Niebla Negra no le ataca.
El ermitaño oyó la conversación.
—No tiene por qué hacerlo, la Dama me vigila.
Señaló a la parte superior de la torre. Illaoi vio una especie de figura ahí arriba, pero se escondió tras el parapeto, como si no quisiera que la viesen.
—¿La Dama?
—Otra... compañera mía.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Yorick —dijo el ermitaño—. Soy el último de los Frailes en mi cargo.
Illaoi se quedó mirándolo. "No, no podía hablar en serio".
—¿El último?
—Llevo aquí desde que empezó todo esto —dijo señalando la Niebla que se cernía sobre el cielo—. Llevo aquí desde la Ruina.
Illaoi jamás se habría imaginado un hogar como el de Yorick. Las salas vacías del monasterio cobraban vida con el movimiento de los caminantes de la niebla. Andaban por los suelos despejados en silencio, cada uno con una tarea de lo más críptica.
Sintió como la piel se le ponía de gallina y se le secaba la boca. No era miedo, sino enfado. "Obliga a los muertos a servirle. Es inadmisible. Da asco", aunque se guardó estos pensamientos para sí misma, ya que este hombre podría ayudarla a salvar Aguas Estancadas.
—Habéis tenido problemas en el camino —observó Yorick. Después, señaló una escalera de caracol—. Apenas dispongo de comodidades mortales, pero hay agua potable en la cisterna, abajo. Y una hoguera para que conservéis el calor.
Mientras los demás bajaron para lavarse, Illaoi esperó en la puerta, sin quitarle el ojo a los caminantes de la niebla del patio de abajo. Antes de su aventura con Sarah y sus amigos para detener a Viego, si hubiese conocido a un hombre que vivía atrapado en un círculo vicioso durante un milenio y liderando un ejército de espíritus..., lo habría matado al instante. "Y Nagakabouros me habría otorgado su bendición por ello".
Yorick apareció a su lado.
—Tenemos algo pendiente —le dijo.
—Así es —dijo Illaoi intentando mantener la calma—. Pero no estoy acostumbrada a que se trate así a los espíritus.
—No están atrapados aquí, si eso es lo que te preocupa —afirmó Yorick—. Recorro estas islas en busca de las almas atormentadas. Algunas se quedan conmigo antes de seguir su camino.
—¿Y qué hacen?
—Construyen tumbas —le explicó—. Son los habitantes de las Islas Bendecidas. Es mi pueblo; buscan descanso y paz —Yorick se quedó callado un momento, como si estuviese rezando—. Podemos hablar en privado arriba, en la biblioteca.
La torre estaba construida con enormes y oscuros bloques de piedra, erosionadas por el paso del tiempo y ennegrecidas por el fuego de las antorchas. Era más antigua que las ruinas de Helia y que las criptas que Illaoi y Sarah habían visitado.
"Lleva aquí encerrado, como si hubiese muerto, miles de años. Es la personificación del estancamiento". Y su gentileza casi que lo empeoraba más.
La cámara superior de la torre estaba revestida de estanterías de libros e iluminada por una tenue luz azulada que se colaba a través de la ventana. Junto a la puerta había colgadas un par de hombreras de piedra que desprendían una capa de Niebla Negra. Y, sobre una de las estanterías, había un nido de Niebla oscura que comenzaba a emitir débilmente un resplandor azulado.
—Esa es la Dama —le explicó Yorick—. Lleva siglos a mi lado.
—¿No decías que los espíritus continuaban su camino?
—Sí, cuando están listos —dijo cerrando la puerta—. Y, si tú estás lista, enséñame a quién llevas oculto en ese cofre que portas en el cinturón.
Illaoi arqueó una ceja.
—¿Has notado su presencia?
—La Dama me habla. Me ha dicho a quién pertenece ese espíritu.
Illaoi abrió el cofre con la llave que llevaba colgada al cuello. Yorick se inclinó hacia adelante para echar un vistazo, y la luz del amuleto resaltó, danzante, sus marcados rasgos.
—Viego de Camavor —dijo extendiendo una de sus enormes manos hacia el cofre para, de repente, detenerse en seco—. Desde la Ruina, esperaba ver algo así, pero... esperaba algo más.
—¿Qué esperabas?
—Que la Niebla se hubiese desvanecido, pero aquí sigue. Que el sufrimiento de los espíritus hubiese desaparecido, y este aún continúa —Su rostro dibujaba una expresión difícil de descifrar—. Tal vez esperaba poder cambiar.
Illaoi sintió empatía por él. Ella también se había preguntado si las Islas de la Sombra cambiarían tras la desaparición de Viego y si, con ello, la Niebla se desvanecería. "Pero eso es tarea de una fuerza superior a la nuestra", se recordó a sí misma.
—Cuando lo derrotasteis, vi las luces en el cielo —dijo Yorick—. Pero los espíritus no quedaron liberados, y la Dama continuaba susurrándome al oído, por lo que mi obligación con ellos continuaba —miró a Illaoi impasible—. Soy miembro de una orden sagrada, al igual que tú. Muchos años de trabajo duro... así son las cosas para nosotros. Persistencia, fe y dedicación.
Illaoi se enfureció.
—Nagakabouros no repudia la dedicación, sino el estancamiento.
Yorick se puso de pie y se colocó frente a la ventana.
—Ven, mira esto.
Más allá de las murallas de la abadía, tras kilómetros de laderas salvajes envueltas en Niebla Negra, había miles de tumbas. Tumbas cavadas por las manos de artesanos mortales, dispuestas unas tras otras junto a las tumbas de escombros erigidas por los muertos errantes. Hectáreas y hectáreas de tumbas avivadas gracias al vaivén de caminantes de la niebla.
—¿Acaso no es el cementerio más grande que hayas visto nunca? —le preguntó Yorick con cierto sarcasmo.
Illaoi se dio cuenta de que así era. Prácticamente era del tamaño de la mitad de Aguas Estancadas.
La voz de Yorick transmitía un deje de emoción contenida.
—Si hay algún agente de cambio en estas islas, ese soy yo: abro la tierra y otorgo descanso a los espíritus. Y así, el mundo cambia a mi alrededor —tras esto, se volvió hacia Illaoi—. ¿Acaso no honro a tu diosa?
Una constelación de creencias unía a Illaoi con su religión. Eran creencias sencillas, simples, clementes y humanas. Aunque su relación con la diosa había cambiado a lo largo de los años, la esencia de su fe seguía latiendo con fuerza. "La vida es movimiento. Tener una vida plena conlleva cambios, y en el cambio reside la fuerza".
"Los vivos pueden cambiar, pero los muertos, no".
Illaoi sintió que esos fundamentos se tambaleaban de forma vertiginosa. "¿Acaso los muertos pueden crear un mundo por sí solos? ¿Pueden seguir sus propios deseos? No, ¿por qué iba a pensar algo así?".
Ya antes había llevado el cambio a seres que habían quedado atrapados entre la vida y la muerte, como era el caso de Pyke, el Destripador de los Puertos. Pero había sido Nagakabouros la que le había otorgado tal gracia y la diosa no había hecho acto de presencia en los dominios de Yorick.
—Supongo —admitió al fin—, los muertos sí que pueden tener su propio movimiento, pero Nagakabouros jamás haría que los espíritus se quedasen aquí si ya no tienen vida.
—¿Haría que renaciesen?
—¡Sí, cuanto antes! Sería pecado negarles la vida, aunque fuese un segundo.
Y esa es nuestra principal diferencia —dijo Yorick—. Acabarías con los espíritus antes de que llegase su momento.
Illaoi sabía que, si la conversación continuaba, jamás explicaría el problema que había con el amuleto, así que cambió de tema.
—Este es el único espíritu que quiero que desaparezca —Sujetó el amuleto por la cadena para mostrarle la marca que presentaba en la parte trasera—. Tu orden lo creó, pero siguiendo el estilo buhru. Esperaba que pudieses decirnos cómo destruir el espíritu de su interior.
Yorick cogió el amuleto con la mano. Parecía que no le perturbaba como a Sarah.
—Creo que recuerdo a la mujer que lo hizo —le explicó. Se giró hacia una de las estanterías y cogió un pergamino frágil y ennegrecido—. Era una marinera buhru. Había visto a demasiada gente perecer en el mar, así que se unió a nuestra orden para darle paz a los muertos.
El pergamino estaba cubierto de símbolos buhru ancestrales. Illaoi reconocía los símbolos con bastante soltura. Esta artesana trabajaba con gemas hechas de ámbar de serpiente, una técnica que solo llevaban a cabo los buhru. También había templado las gemas a alta temperatura, para formar una capa cristalina endurecida capaz de contener a cualquier espíritu enfurecido. La técnica utilizada era propia de las Islas Benditas.
—Yo no sé leer buhru —admitió Yorick—. ¿Aquí pone algo que pueda resultar útil?
Illaoi repasó la hoja con la mirada. Reparó en la ilustración de una especie de horno explosivo alimentado por la magia que prismas y lentes de aumento reflejaban. Un dínamo giroscópico de luz y llamas. La ilustración tenía nombre: "El espíritu destruido".
Parecía bastante obvio.
—Usaba las máquinas de tu pueblo para templar las gemas y, con ese mismo calor, mataba a los espíritus de su interior.
—¿Con los hornos? —se río con tristeza—. Usé los bloques para fabricar las tumbas.
Ambos volvieron a quedarse en silencio durante un momento, pensativos. Illaoi se preguntaba qué tal le iría a Sarah. Si esta, incluso desde la distancia, seguía oyendo los gritos del amuleto.
—Tenemos una solución a mano —dijo Yorick de repente—. Podrías lanzar el amuleto a un volcán.
Illaoi lo miró.
—No puedes estar hablando en serio.
—Desde luego que sí. Hace mil años que no he recorrido ese largo trayecto, pero, al menos, los volcanes duran todo ese tiempo —dijo mientras se volvía hacia una de las estanterías para coger un gran mapa enrollado en forma de fajo. En él aparecían las Islas Bendecidas en su estado previo a la Ruina, con caminos y ciudades marcadas —. Este de aquí —Yorick señaló un punto de una esquina lejana del mapa—. Paso Cicatriz. Se tarda medio día en barco desde aquí.
—¿Tiene... lava a la vista? —Illaoi se sentía ridícula haciendo tal pregunta.
—El tiempo afecta a este tipo de cosas —dijo Yorick—, pero en su momento, así era.
A Illaoi se le vino una cosa a la cabeza. "Si Pyke había conseguido ver la verdad de la diosa, este hombre también podría conseguirlo".
—Es tu día de suerte, puedes venir con nosotros. Seguro que tú también quieres presenciar el fin de este rey. Y, si te apetece, ¡hasta puedes tirarlo tú volcán abajo!
Yorick dejó escapar una risa de lo más lúgubre.
—Está mucho más allá de la Niebla Negra. No creo que sea de ayuda lejos del reino de los muertos —explicó señalando a la Dama—. Mi poder está con los muertos, y no he dejado mi labor desde hace un milenio.
—¡Pues qué mejor momento que este! —insistió Illaoi—. Sal a que te dé el aire, aunque sea un día. Creo que te gustará la experiencia.
Yorick se paró a pensarlo un momento.
—Qué idea tan interesante —murmuró—. Hacer algo para disfrutarlo —dijo poniéndose en pie y cruzando los brazos—. Y tienes razón: nada me gustaría más que matar a Viego.
Todos se reunieron en el patio para salir del monasterio.
Ruven se mantuvo alejado del grupo. Mientras Yorick ordenaba a los espíritus que abriesen las puertas y les dejasen marchar, Illaoi cogió las cartas de navegación que había encontrado en el bosque y fue a hablar con el capitán.
—¿Ya has arreglado las cosas con la tripulación? —le preguntó—. ¿Podemos volver al barco en paz?
Ruven era incapaz de mirarla a la cara.
—Sí, claro. Volvamos.
—¿Te han amenazado? Tengo una misión y no toleraré interrupciones de la tripulación —Ruven seguía sin mirarla a la cara, y la frustración apoderaba con Illaoi—. Dime si planean un motín—le susurró Illaoi.
—Ya no lo sé, y tampoco me importa lo que hagan conmigo —le contestó Ruven encogiéndose de hombros—. Seguramente este sea mi último viaje.
Illaoi echó un ojo a las notas de navegación. "Es el único que las entiende. Ya habrá tiempo de hacer que vuelva a entrar en razón cuando estemos en alta mar", pensó.
Le entregó el manojo de papel.
—Espero que te centres. Dedicación. Todo el mundo puede cambiar su vida, pero hay que poner empeño en ello.
—Está bien —Ruven se metió los papeles en la chaqueta manchada de barro.
Volvieron al barco en absoluto silencio. La mitad de la tripulación había muerto, y Ruven no se hablaba con la otra mitad. Mientras este sacaba el barco de la ensenada, Yorick se puso sobre la barandilla y se quedó mirando a la Dama, que estaba de pie sola sobre la arena.
—Te separas de ella por primera vez en mil años —observó Illaoi—. ¿Te sientes distinto?
Cogió algo de su collar y lo levantó: llevaba un pequeño vial, lleno de un líquido transparente y brillante.
—Los susurros de la Dama son más débiles, y esto hace mucho más ruido.
Illaoi tardó un segundo en darse cuenta de lo que tenía delante.
—¿Es agua bendita?
—Así es —afirmó Yorick guardándose de nuevo el vial—. En el monasterio, tan solo me servía para seguir con vida. Pero, aquí, espero que me proporcione fuerza.
El viaje era directo, una travesía de miedo día hasta una isla en la punta del archipiélago de las Islas de la Sombra. La tripulación desplegó las velas para mayor velocidad, y Ruven vigilaba desde la cubierta de mando. Tenía los hombros encorvados y las manos en los bolsillos, y no le quitaba ojo al horizonte, aunque de vez en cuando también le echaba un vistazo a la tripulación.
Illaoi se acercó a él.
—Sé que dijimos que ya hablaríamos de lo de Nagakabouros y tu lugar en Aguas Estancadas —le dijo—. Si quieres que te guíe, cuenta conmigo.
Ruven la miró. Sus ojos irradiaban algo... ¿tal vez miedo?
—Igual luego —murmuró.
—¿De qué hablaste con la tripulación en el monasterio?
Seguro que le soltarían algunos insultos. Fuese lo que fuese, lo escuchó atentamente.
—No quiero hablar del tema —le dijo—. Mira, estoy ocupado.
Illaoi se encogió de hombros y bajó de la cubierta de mando. Luego recorrió el barco de lado a lado junto a Yorick.
Se sorprendió de lo mucho que disfrutó del paseo. Al no tener que estar pendiente de su ejército de caminantes de la niebla, resultaba más fácil hablar de sus creencias de forma independiente. Se pasaron toda la noche sumidos en una profunda conversación. Las creencias de Yorick eran tan sinceras como las suyas, pero tenía unas prioridades realmente extrañas. Curar a los muertos era para él más importante que devolverlos a la vida.
—Jamás lo entenderé —le dijo—, pero creo que lo que haces es honesto.
—No espero que lo entiendas, pero me alegra que me hayas escuchado.
La mayoría de los marineros se fueron a dormir a la cubierta inferior un rato antes del amanecer. Cuando el sol salió, la Rata Adiestrada surgió de entre la Niebla Negra, y su destino se hizo patente en el horizonte.
—Ahí está — dijo Ruven—. La isla; es esa sombra del horizonte.
Un puñado de miembros de la tripulación se colocó frente a la barandilla. Había una figura sombría, de color grisáceo, dibujada delante en el paisaje.
Paso Cicatriz —musitó Yorick—. He oído que ahí vivía gente mucho antes de que yo naciera, aunque no sé si creérmelo.
Illaoi ya notaba el olor a azufre, a pesar de estar a varios kilómetros de la costa. Ya más cerca, la brumosa sombra del horizonte se convirtió en una montaña de ceniza oscura, sin árboles ni vegetación, que discurría desde la línea de la orilla hasta el borde del cráter. Había rocas dentadas por doquier, del tamaño de casas y aún más grandes.
Mientras la tripulación bajaba el ancla, Illaoi volvió a su litera para recuperar su ídolo. La parte inferior del barco estaba tranquila, sombría, y no se oía nada más que el crujir de la manera y el chapoteo de las olas contra el casco. Los miembros de la tripulación seguían durmiendo en las hamacas que colgaban de las vigas del techo.
Su ídolo estaba en su camarote. Arrastrándolo como pudo, consiguió volver a la parte central de la cubierta inferior, entre los cañones.
"Todo está demasiado calmado", pensó.
Luego se dio cuenta de que no oía a nadie roncando.
Puso la mano en una de las hamacas más cercanas y la acercó hacia ella. Kristof estaba dentro... y no respiraba. Sus labios, secos, se habían separado, y tenía la mirada perdida hacia arriba. Illaoi sentía la presencia de su espíritu, pero estaba tendido como si estuviese muerto.
¿Estasis mágico? "Esto no lo ha provocado algo natural".
Pasó rápidamente a la siguiente hamaca. El marinero que había en ella también parecía un cadáver.
"Todo barco que abandona las Islas de la Sombra puede llevar tantos polizones como sombras.
—Muéstrate ante mí —dijo Illaoi—. ¿Quién ha sido?
PAM. En la otra punta del banco, la escotilla se cerró sobre las escaleras, y la cubierta inferior quedó sumida en una profunda oscuridad.
Illaoi se agachó y se aferró a su ídolo. En la cubierta inferior apenas había espacio para luchar. Era el único lugar del barco en el que era vulnerable.
—Has esperado hasta que Yorick y yo nos hemos separado, ¿no?
Un destello azul brilló en la oscuridad.
—Sí —dijo una voz—. Y hasta que la Niebla Negra se ha disipado. Tu nuevo amigo hace uso de ella como si de un arma se tratase —tras estas palabras, Ruven salió de las sombras, entre Illaoi y la escalera—. Quería hablar contigo en privado.
Lo envolvió un leve resplandor. Y, tras él, había alguien más.
Se trataba de un espíritu encorvado con una toga, cual erudito de las Islas Bendecidas. Su bata estaba bordada con elementos de geometría arcana y salpicada con limo negro, como si hubiese salido de un pantano putrefacto. Unos zarcillos de Niebla Negra lo rodeaban y, sobre el deslucido cuello dorado, había un rostro deformado, de piel flácida y derretida, con una boca enorme con forma de sapo en el medio. Cuando sus labios se retrajeron para sonreír, Illaoi vio varias filas de dientes afilados.
—Sé que tienes tendencia a caer bajo, capitán, pero esto no me lo esperaba. Has hecho un pacto con un monstruo.
—¡Lo he hecho con un hombre que me ayudó! Y eso es todo lo que quería, un poco de ayuda —Ruven hizo una mueca de dolor con los labios—. ¿Acaso no he trabajado ya lo suficientemente duro en mi vida? No necesito una guía espiritual, Illaoi, ¡solo un poco de ayuda!
El espíritu levantó la mano. Tenía un orbe que brillaba con el mismo tono azulado que rodeaba a Ruven. De él fluía Niebla Negra, al igual que del espíritu. Entonces, el orbe emitió un destello y a Ruven le dio una especie de tirón en la cabeza.
Illaoi se dio cuenta de que se había equivocado por completo con esta persona. No quería cambiar, en absoluto. Solo quería ser el lacayo de algún jefazo, tener algún maestro más indulgente que Sarah.
No tenía espacio suficiente para atacar, así que intentó alargar la conversación.
—¿Y dónde conociste a este espíritu? —le preguntó abriéndose paso a través de los cañones.
—Bartek me salvó de los espectros.
Illaoi no pudo evitar soltar una carcajada amarga.
—Te está utilizando. Toma las riendas, Ruven.
Ruven vaciló, pero el orbe volvió a lanzar un destello. Se retorció como una marioneta que volvía a ponerse en pie, siguiendo las órdenes de su amo.
—Detenla —mandó Bartek. Su voz era áspera y húmeda, como un foco de gas que emana de un pantano—. Hazte con el amuleto.
Illaoi no se quedó de brazos cruzados esperando su próximo movimiento. Dio un paso silencioso pero seguro hacia un espacio abierto y balanceó el ídolo todo lo que pudo para lanzarlo contra el cuerpo maltrecho de Ruven.
Voló por toda la plataforma y se chocó con la pared opuesta del casco del barco, con lo que las tablas se rompieron por la mitad. Bartek retrocedió, sorprendido, y dejó escapar un alarido de frustración.
—¡Maldita sacerdotisa!
—La próxima vez, elige mejor a tus esbirros —le espetó—. ¿Por qué no das tú la cara?
Se acercó a él, y la cobarde criatura se retiró, dándole una clara respuesta a su pregunta.
—Mi maestro me ha dado un arma más poderosa que tu diosa —le dijo a Illaoi—. Y a un esbirro que luche por mí.
El orbe que tenía en la mano volvió a emitir un destello y... el capitán se retorció, para volver a ponerse en pie lentamente.
—Eres incapaz de matarlo —le dijo Bartek a Illaoi dibujando una sonrisa partida parecida a la boca de siluro del Rey del Río—. Puedo devolverlo a la vida cuando quiera. Tengo control total de su alma gracias a la linterna.
"La linterna... ¡Thresh!". Illaoi retrocedió. La linterna era un artefacto que capturaba almas, ¿y se lo había entregado Thresh? "Por la diosa. Esto tiene muy mala pinta".
Ruven se movía como un alijo de palos unidos por un hilo. Illaoi podía vislumbrar como se le hinchaban los músculos de los brazos y el cuello, movidos por la magia y no por su propia voluntad. Con un movimiento de piernas, las cuales tenía rotas, se lanzó contra ella a una velocidad impropia. Consiguió apartarse, aunque se le cayó el ídolo al colarse entre los cañones, el cual quedó entre las tablas de la plataforma que separaban a la sacerdotisa del capitán.
Ambos hicieron una pausa. Ruven escrudiñó a Illaoi poniéndose bizco. Illaoi respiró hondo y se lanzó a por el ídolo. Ruven también se abalanzó sobre él propinándole una patada a ella en las costillas. Fue como recibir el golpe de un proyectil de mortero, y ahora fue el turno de Illaoi de reventar las tablas de madera a sus espaldas. El ídolo se le escapó de entre las manos y atravesó el casco, dejando un agujero tan grande como la mismísima Illaoi.
Conforme se le escapaba el ídolo de las manos, sentía como su conexión vital con Nagakabouros se desvanecía. "¡Joder! Pues nada, a puñetazos". Luchó por salir de la cubierta y se preparó para enfrentarse a Ruven.
—¿Es que has perdido tu magia? —le dijo Ruven con desprecio.
—Pero no la fe. Llevo queriendo partirte en dos desde el otro día —le contestó Illaoi—. Y creo que Nagakabouros me va a conceder ese honor.
Pero, en cuanto Illaoi levantó el brazo para asestarle un puñetazo en la mandíbula, Bartek hizo eso mismo. El orbe volvió a brillar. En las hamacas de la cubierta, los marineros de mirada perdida se levantaron, más rectos que las tablas del barco. Todos saltaron de su hamaca como autómatas piltovanos.
—Profanas a los muertos —gruñó Illaoi.
—¡No están muertos hasta que yo les ordene que lo hagan!
Bartek balanceó el orbe, y los marineros se lanzaron a por ella. Eran unos ocho o nueve, y cada uno de ellos golpeaba con una fuerza descomunal. Illaoi mantuvo la guardia alta, retorciéndose para esquivar los golpes.
Sin su ídolo, no podía invocar los tentáculos de Nagakabouros para tirarlos hacia atrás, pero sí que podía sacar a relucir sus puños. "La diosa también me pone a mí a prueba, ¡pero me alegra que este sea mi desafío!", pensó.
Golpeó a un marinero en el hombro con tanta fuerza que se lo dislocó y sonó como una tabla partida en dos. Le asestó un golpe con la rodilla a otro de los marineros, y su cuerpo salió disparado reventando las escaleras que llevaban a la cubierta superior. Iba usando los movimientos de combate que había aprendido durante su entrenamiento en el sacerdocio, con los puños hacia adelante, golpeando con la fuerza de un buque a la carga; con las piernas arraigadas, como las raíces de una isla en el lecho marino. Recitando en susurros una plegaria pesarosa a Nagakabouros, esquivó el puñetazo de Kristof, se lo cargó sobre el hombro y lo lanzó por la cubierta, dejando una mancha roja sobre las tablas.
Comenzó a retroceder hacia el agujero de la pared. "Fuera del barco, tendré espacio suficiente para luchar".
—Capitán, me das vergüenza —le dijo a Ruven provocándole—. Eres un pelele.
Tal y como esperaba, Ruven enrojeció de rabia.
—Te sientes débil porque eso es lo que eres —siguió—. Por mucho que te ayuden, eso jamás cambiará.
Ruven se lanzó contra ella e Illaoi dejó que el impulso de su ataque los sacase a ambos del barco.
Salieron a la luz con los brazos entrelazados. De un vistazo, pudo ver el caos que se había desatado en la cubierta superior: Yorick intentaba lidiar con los marineros, que no dejaban de atacarle, todos imbuidos de luz azul. Vio como le propinaba un palazo a una mujer que la lanzó por la borda del barco.
Tras esto, Ruven e Illaoi se hundieron en el mar. Este era su territorio. Ruven tenía mucha más fuerza que cualquier otro ser humano, pero no sabía nadar. Illaoi, en cambio, había nadado en aguas corrientes desde que tenía memoria. Lo puso contra la arena del fondo de la bahía, agarrándolo del cuello, y lo sostuvo. Después, le dio puñetazos hasta que se cortó los nudillos con los dientes.
Illaoi podía aguantar la respiración bajo el agua durante casi cinco minutos si conservaba energía, pero darle de puñetazos a Ruven la había dejado exhausta, así que solo aguantó un minuto y medio antes de tener que salir a la superficie a coger aire.
Ruven se agitaba débilmente sobre el lecho de la bahía y le dio una patada a un cúmulo de arena. Illaoi bajó de nuevo, lo cogió por la chaqueta y lo arrastró por el agua hacia la orilla.
—¡Ríndete! —le gritó volviéndole a pegar. Ruven escupió agua salada—. ¡Ríndete o eres hombre muerto!
Ruven desvió la mirada hacia el barco e Illaoi le siguió la mirada. En él, Yorick y Bartek luchaban en la proa. Yorick tenía a Bartek cogido por la garganta, pero este tenía el orbe en la mano, alzado hacia el cielo...
El orbe emitió un destello de un blanco cegador, y el dolor hizo que Illaoi cayese de rodillas. Era como si alguien le hubiese clavado una lanza de fuego en la cabeza. "Por la diosa, ¿qué ha sido eso?". Le dolía demasiado como para moverse.
Ruven se arrastró hasta ella, con las extremidades rotas, daga en mano.
—Su maestro es demasiado poderoso, Illaoi —le dijo—. Todos tenemos respondemos ante alguien, y él lo hace ante un fantasma que es como un dios. Dale el amuleto..., ¡dáselo ya!.
Illaoi había destruido a ese supuesto dios hacía ya unas semanas.
—No —fue todo lo que alcanzó a decir.
Pero la luz abrasadora del orbe volvió a brillar con fuerza, y el dolor fue mucho peor esta vez. Illaoi rechinó los dientes. Era como si alguien intentase arrancarle la mente del cuerpo.
—Ríndete —le rogó Ruven—. Te absorberá el alma por las orejas y hará de ti una marioneta, como ha hecho conmigo.
—Quiero ver... cómo lo intenta.
Le costaba levantar el brazo y solo consiguió darle un revés a Ruven. Estaba tan malherido que se derrumbó.
Poco después, una sombra se cernió sobre Illaoi, y Bartek lanzó a Yorick junto a ella. Yorick parecía mareado, pero seguía con vida.
Con los zarcillos de Niebla Negra a su alrededor, Bartek se agachó y le arrancó el cofre del cinturón a Illaoi.
—Mi premio... —gorjeó.
—Cúreme, maestro —le rogó Ruven—. Por favor..., estoy muriendo.
Bartek se rio con desdén.
—No.
Illaoi sabía que solo tenía unos minutos antes de que Bartek se marchase. Se giró hacia Yorick.
—Sepulturero —le susurró.
Yorick parpadeó, se sacudió y recobró la conciencia. Colocó la palma de la mano sobre la arena para levantarse y luego la retiró, como si se hubiese quemado.
—Ahí abajo hay algo... —contestó—. Muertos, cadáveres.
Ruven se había aferrado a la toga de su nuevo maestro.
—Quiero vivir —le suplicó.
"No sobrevivirá, pero su tripulación aún tiene una oportunidad", pensó Illaoi. Miró a Bartek y luego, a Yorick. "Sácalos de ahí".
Yorick cerró los ojos.
—¡Alzaos! —les gritó—. ¡Tengo trabajo para vosotros!
Illaoi sintió el retumbar bajo la arena antes de poder oírlo.
La arena comenzó a bailar. La ceniza de la ladera del volcán se deslizaba hacia ellos, como si de una sábana se tratase. Bartek contemplaba la escena nervioso. Bajo ellos, en el lecho marino del océano, algo crujía.
Y, entonces, se alzó una marea de espíritus.
Desde la grieta que se formaba bajo la palma de Yorick emanó un torrente de almas furiosas. Illaoi podía ver los espíritus que salían de la arena que la rodeaba, y aullaban con tal rabia que la dejaron sin aliento. Apestaban a azufre. El aire se volvió denso debido a sus formas transparentes y carbonizadas, y el terreno a su alrededor se deformó.
Yorick alzó la mano y la movió hacia Bartek. Con el sonido de un látigo, un lazo de Niebla Negra apareció desde la parte trasera de su toga y golpeó al erudito heliano. La Niebla Negra de su alrededor se agitó y retrocedió.
—Este hombre es un siervo de la Niebla Negra—gritó Yorick—. ¡Esa misma que os despertó y os tiene aquí atrapados!
Los espíritus rodearon a Bartek como perros de caza guiados por un rastro.
—Acabad con él —ordenó Yorick.
El géiser de almas golpeó a Bartek y lo tiró de espaldas, con lo que se creó un cráter de arena. Los muertos, furiosos, desgarraron las vestimentas de Bartek y le aporrearon con los puños. Él gritaba, retorciéndose, ya que cada golpe de aquellas manos de azufre le hacía arder.
Algo resplandeció en su mano. "¡El cofre!", pensó Illaoi obligando a su cuerpo maltrecho a ponerse en pie. La arena borboteó mientras cientos de espíritus brotaban de ella, y la turbulenta corriente de almas le revolvió el pelo y la zarandeó cual huracán, con lo que apenas podía mantenerse en pie.
Avanzó hacia delante, tambaleándose de un lado a otro, y agarró a Bartek por la sotana. Los espíritus la rodeaban, gritando en un intento desesperado por darle a él. Agarrarse a él era como aferrarse a una bandera en medio de un huracán.
—¡Dame el amuleto! —le espetó Illaoi tirando de él.
—Es de mi maestro —gruñó Bartek.
Illaoi le dio un puñetazo en la mandíbula y pudo sentir como crujía.
—¡Tu maestro está muerto! —le gritó a la cara—. ¡Yo y mis amigos lo matamos!
Pero, entonces, la mandíbula se le retorció para volver a su posición.
—¡No! —rugió Bartek con una brea que le recorría los deformes labios colgantes—. ¡Sigue vivo!
Volvió a sacar el orbe, pero Illaoi lo asió. Su tersa superficie le quemaba las manos, pero se lo arrebató justo cuando liberó el destello final. Las almas a su alrededor se retorcieron entre gritos, e Illaoi se cayó hacia atrás.
Pudo vislumbrar a Bartek precipitándose sobre el mar. Tenía el cofre en la mano. Flotaba allí, victorioso...
Pero, entonces, los espíritus se le echaron encima. Se abalanzaron sobre Bertek, y la fuerza de aquella conjunta carga lo empujó hacia el horizonte. Salió disparado como una bala de cañón sobre la superficie del mar, y dos nubes de Niebla Negra lo acompañaron a ambos lados de su silueta.
—¡No! —oyó a Yorick gritándole a los muertos—. ¡Esperad!
Los espíritus lo ignoraron. El océano borboteaba, repleto de almas furiosas que se habían llevado al enemigo y la posibilidad de cumplir con su deber. En la lejanía del mar, algo detonó, y un chorro de agua salió disparado del mismo, alcanzando la altura del mástil de un barco. A este, le sucedió otro, aún más lejos. Los espíritus se movían más rápido que cualquier barco o corcel reptil.
Illaoi soltó el orbe de Bartek y se dejó caer de rodillas. Tenía la frente clavada en la arena.
—He fallado; tiene a Viego.
Yorick se derrumbó a su lado.
—Es su deseo, no el mío —le explicó.
—He fracasado en mi misión —le contestó—. Le he fallado a Sarah.
—¿A quién?
A Illaoi le costó sentarse.
—A mi amiga más querida. Le prometí que lo destruiría.
"Le he fallado cuando más me necesitaba. ¡Diosa, perdóname!".
Yorick observaba como más y más espíritus se lanzaban hacia el mar.
—He desencadenado algo que no puedo controlar —reconoció—. Llevaban siglos encerrados, enterrados bajo la piedra. Era una ciudad repleta de almas, dolidas y furiosas. Quieren venganza... y él es una criatura de la Niebla Negra que los ha provocado.
En cuanto los últimos espíritus surgieron de entre la tierra y se introdujeron en el océano, Illaoi pudo sentir como su rabia se desvanecía.
—¿Qué pasará con ellos? —le preguntó.
—Si vuelven a las Islas, los encontraré —respondió Yorick—, pero dudo que vaya a encontrar al sapo que se ha llevado a Viego.
Ambos se esforzaron por ponerse en pie e inspeccionaron el campo de batalla. El reinado de Bartek en el barco había acabado. Aún había varios marineros tumbados, inmóviles, en la playa y otros tantos sobre la barandilla del barco. Entre ellos se encontraba el propio Ruven, medio enterrado en una montaña de arena. Illaoi le tomó el pulso, pero no tenía.
—Ha muerto —le comunicó a Yorick.
—Pero su espíritu sigue aquí.
Yorick se puso de rodillas junto a Ruven y le colocó una mano en el hombro. Illaoi vio como una sombra abandonaba su cuerpo; resplandecía con un brillo de tono azulado casi invisible a la luz del alba.
Su voz era débil y tenía eco, como si llegara susurrada a través de un tubo.
—¡He muerto! —exclamó consternado—. Madre mía, ¡que he muerto!
Yorick le cogió la mano al espíritu.
—Estás a salvo —le dijo—. Has abandonado tu cuerpo.
Ruven contempló impactado su cuerpo, totalmente desfigurado, sin entender nada en absoluto.
—Puedes dejarlo todo atrás —le dijo Yorick—. Te he despertado para que halles la paz.
Ruven se quedó petrificado.
—¿Hallar la paz?
—¿Hay algo que quieras decir? —le preguntó Yorick—. ¿Algo que debas hacer?
—No hallaré la paz; no sin la tripulación —afirmó Ruven—. Soy su capitán, se lo debo —añadió mirando a su alrededor—. ¿Dónde está el artefacto del demonio?
Illaoi se quedó atónita. Al llegarle la hora, Ruven había pensado en su tripulación. "Diosa, Yorick tenía razón: los muertos sí que pueden cambiar".
—Tengo yo el artefacto —dijo Illaoi—. ¿Puedes usarlo?
—Contiene mi alma —explicó Ruven—. Sé cómo funciona. No servirá para salvarme a mí..., pero sí a ellos, si aún no han muerto.
—Ayúdame a curarlos —le rogó Yorick—. Enséñame a hacerlo.
Ruven se volvió hacia Illaoi. Su rostro expresaba una sonrisa tonta, la única sincera que le había visto desde que lo conocía.
—Sacerdotisa, mira esto —le dijo—. Te mostraré de lo que soy capaz.
Y, entonces, agarró a Yorick de la mano y... se desvaneció.
Yorick corrió hasta la playa. Los marineros de la orilla estaban a punto de morir. Parecía saber qué espíritus aún no habían abandonado los cuerpos y cuáles ya habían fenecido. Con el conocimiento de Ruven como guía, Yorick se movía entre los cadáveres. Los marineros recuperaron el aliento a golpe de destello del orbe.
En cuanto Kristof volvió a la vida, tosiendo, Illaoi no puedo evitar pararse a pensar. "Yorick cura a los vivos y a los muertos. ¿Qué opinará la diosa de él?
Pero sabía que la diosa no le diría qué debía pensar de Yorick, ya que quería que ella decidiera por sí misma.
Esa noche, después de recuperar su ídolo del fondo de la bahía, Illaoi y Yorick pusieron rumbo al borde del volcán, para dar sepultura allí a Ruven y a los demás caídos.
—Desde aquí, las vistas son increíbles —remarcó Yorick tapando la última tumba. Hacía uso de la pala como si de un artesano consumado se tratase.
Illaoi se acercó al borde del volcán y se quedó mirando la capa negra con grietas rojizas que conformaba el lago de lava que había abajo. No sabía muy bien qué pensar.
—Tal vez sus espíritus observen al resto del mundo, consumido por la ruina, desde aquí arriba.
Yorick se situó a su lado.
—No creo que eso vaya a ocurrir —le dijo este—. Ni aunque Viego intente cargarse el mundo entero... Verás, los muertos tienen voluntad propia —Yorick se detuvo para mirar a Illaoi a los ojos—. He conocido a unos cuantos que desearían la destrucción de Viego. Podrían ayudarnos.
Illaoi se paró a pensar un momento. ¿Los muertos se alzarían contra Viego? Ya había visto algo así en las Islas de la Sombra, pero no era nada común. Igual con Yorick era posible aspirar a otro futuro... Espíritus y buhru, unidos con un mismo objetivo. Parecía imposible, pero...
—Yo les ayudaré —le prometió Yorick.
Illaoi sintió que una extraña esperanza cobraba forma en su interior.
—Tienes buen corazón —le dijo—. Tu habilidad es como una promesa cumplida de Nagakabouros, o eso creo. El poder de sacar a los muertos del estancamiento... Nunca había visto nada igual.
—Hago lo que debo —le dijo Yorick encogiéndose de hombros.
—No —insistió Illaoi—. Haces más de lo que cabría esperar. Has liberado al espíritu de Ruven. Lograste movilizarlo tras su muerte, ¡y lo mismo con los muertos que habían quedado atrapados!
Conforme hablaba, sintió crecer la emoción del asombro en su interior. "Si esto es posible, entonces todo lo es. Que mis amigos salgan de sus pozos, que Sarah logre la libertad, que el mundo sea un lugar mejor...".
—Nagakabouros nos ha juntado por algo —continuó—. Creo que podemos aprender el uno del otro, tal y como hicieron los ancestros —Un mundo de posibilidades se abría paso en su cabeza. Los antiguos buhru y los eruditos de las Islas Bendecidas habían creado cosas maravillosas juntos, pero les faltaba un propósito en común, una misión que los uniese para lograr una meta—. Lo que tus Frailes deseaban para el mundo es lo que anhela mi fe... Es lo mismo: cambio y crecimiento; ¡liberación!
—No sé yo si el resto de tu religión estaría de acuerdo —dijo Yorick riendo.
—Me encargaré de que así sea —le prometió Illaoi.
—Creo que es posible. En mi juventud, nuestros pueblos estaban muy unidos. Pero ahora debo volver a mi hogar. Hay espíritus allí ante los que debo responder.
"La Dama", pensó Illaoi.
—Así es tu camino: persistencia y dedicación, como tú dices. Pero, algún día, cuando estés listo para marcharte, los buhru recibirán con los brazos abiertos a un monje tan honorable como tú. Nos vendrá bien un aliado en la lucha contra Viego.
Yorick bajó la mirada para posarla sobre la lava.
—Nunca antes me habían llamado 'monje honorable' —musitó.